Cada vez con menos frecuencia sucede en el cine actual el hecho de estar viendo una película mientras piensas que lo que tienes en la pantalla te sobrepasa y alcanza unos límites de grandeza que no podrías describir con palabras. En los últimos tiempos eso ha sucedido con obras como Titanic, El retorno del rey, Pozos de ambición y poco más. Obras perdurables en el tiempo desde su primer minuto de proyección. Esa sensación se vivió ayer durante el primer pase de The Brutalist en el Teatro Cervantes de la 69 edición de la Seminci. Brady Corbet en su tercer largometraje ha construido una obra monumental y, desde ya, uno de los clásicos del cine americano.
La película, entre los muchísimos temas que toca y analiza, no deja de ser la historia definitiva sobre el sueño americano. En su arranque, un alarde de dirección de no creer, se puede ver al arquitecto judío Laszlo Toth (un Adrien Brody que no debería tener rival en los Oscar) moverse de manera angustiosa por unos pasillos, mientras escuchamos una carta de su esposa (todavía en Europa tras ser separados por las autoridades), hasta llegar a una salida en la que espera la luz y la Estatua de la Libertad (¿existe mayor icono del sueño americano?). Un arranque a la altura de El Padrino parte II de Francis Ford Coppola.
A la espera de conseguir el regreso de su esposa vemos a Laszlo pasar todo tipo de penurias en la tierra de las oportunidades. Desde vivir en una trastienda, pasar hambre, pedir comida, sufrir discriminación racial y ver ante sus ojos la apropiación cultural que sufre su pueblo en Estados Unidos. Todo cambia el día que recibe el trabajo de construir una biblioteca y, más tarde, un edificio mastodóntico para un millonario (un Guy Pearce en el mejor papel de su carrera) que hizo su fortuna durante la guerra (curioso paralelismo). Un magnate con cero talento y apreciación del arte pero que cae rendido ante la reputación y alabanzas de las obras de Laszlo.
La película a partir de ese momento entra en una dimensión de locura, obsesión y oscuridad que recuerda al mejor Paul Thomas Anderson en Pozos de Ambición. La película profundiza en temas como el poder de los ricos entre los políticos, la necesidad de estos mismos de demostrar el poder que les da este capitalismo para someter a los artistas para aliviar la envidia hacia ellos por su falta de talento, la importancia de mantener las apariencias dentro de la alta sociedad, la obsesión y el amor incondicional del artista hacia su profesión que le hace continuar bajo cualquier situación. Un juego brillante entre dos personajes que se va volviendo cada vez más oscuro y retorcido.
Lo que no sabíamos, hasta el final de la película, es que The Brutalist iba a ser también la película más romántica del año (ya veréis por qué). Un amor tan brutal que traspasará y perdurará en el tiempo y el espacio.
Durante muchos momentos Laszlo se ve sometido a presión para abaratar los costes de los materiales y el tiempo de materialización de su obra a lo que éste se niega ya que eso no es compatible con un arte que perdure y trascienda. Pues algo le ha sucedido a Brady Corbet con su película, tres horas y media (más un intermedio de quince minutos) donde cada minuto y escena se nota y cuenta, donde la historia transcurre con calma, donde cada plano está milimétricamente pensado y ejecutado (multitud de planos para el recuerdo, en especial un tren de mercancías visto desde arriba) con la intención de crear algo que perdure en las cabezas y corazones de los espectadores de una manera eterna. Y vaya si lo consigue, The Brutalist es desde ya uno de los grandes clásicos del cine americano. Una película capaz de mirar a los ojos a clásicos como El Padrino, Érase una vez en América o la ya mencionada Pozos de Ambición.
En clave Oscar desde Todo Cine creemos que The Brutalist debería estar presente, sin duda alguna, en las categorías de Película, Dirección, Actor (Adrien Brody), Actor Secundario (Guy Pearce), Actriz Secundaria (Felicity Jones), Guión Original, Montaje, Fotografía, Diseño de producción, Vestuario, Sonido y Banda Sonora.
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